Las primeras 24 horas
Rumbo a cumplir un sueño tras 22 años de espera, recibo en mi móvil una notificación por SMS:
“Tu vuelo LY392 de Barcelona a Tel Aviv del 29.12, previsto para las 22:50, despegará el 30.12 a la 1:30.”
Ma laasot —¿qué le vamos a hacer?— pienso. Si he podido aguantar dos décadas para ser ciudadano jerosolimitano, puedo esperar unas horas más. Todo es para bien, me repito.
Llego al aeropuerto, solo, con cinco maletas, una de mano, una mochila y un cuadro. Nos informan que, por el retraso, la facturación comenzará dos horas y media más tarde. Segundo ma laasot de la noche… y no iba a ser el último. Solo estábamos comenzando.
Nos entregan un baucher para la cena, pero no hay nada kosher en todo el aeropuerto. Mi cena se reduce a patatas Lays y agua.
Para mi sorpresa, me ofrecen adelantar mi vuelo retrasado: tomar el de las 18:30 —también con retraso— que tiene asientos libres. Despega hacia las 23:30. Acepto encantado, sin sospechar lo que me esperaba al aterrizar.
Durante la facturación me apremian a pasar el control de seguridad porque las puertas ya están abiertas. Corro, pero mi cuadro no cabe en los escáneres, así que tengo que salir y volver a entrar por otro punto. Con la chaqueta en una mano, la maleta en la otra, la mochila al hombro y el cuadro arrastrando, me indican un nuevo acceso.
Y ahí empieza el embrollo: en la mochila llevo reproducciones de piezas arqueológicas. El personal de seguridad sospecha que estoy expoliando patrimonio nacional. Les muestro un libro con una imagen del Calendario de Guezer, una de las piezas, para probar que es una copia. Les enseño los correos de la empresa que lo reprodujo… nada. Llaman al “experto”. Su parsimonia se podía medir en años luz. Apareció al cabo de un buen rato, me miró como si le molestara que yo existiera y, tras un vistazo perezoso, me dejó marchar.
Corro de nuevo a la puerta de embarque. Faltaban tres pasajeros. Subo. Respiro. Pido dos vasos de agua y doy gracias a Di-s.
El vuelo es tranquilo, aunque no consigo dormir. Estoy a punto de aterrizar en mi nueva casa, en el barrio de Arnona, a tan solo tres cuartos de hora caminando del centro espiritual del mundo: Har HaBait, el Monte del Templo.
Al aterrizar, estallan los aplausos típicos de los pasajeros israelíes. Salgo rápido. Me espera Elana, una conocida de mi futura compañera de piso, que amablemente se ofreció a llevarme a Jerusalén en su furgoneta: imposible subir al tren con tanta maleta.
Mi querido amigo Ariel Kanievsky no pudo venir porque ese mismo Shabat falleció su padre, Miguel ben Paulina z”l. Que su alma sea elevada.
Y entonces, otra vez ma laasot: mis maletas no han llegado. Toda mi ropa y libros —cuatro maletas llenas de libros— estaban perdidos entre Barcelona y Tel Aviv. Era la tercera vez que me pasaba ese año. Hice la reclamación. Me dijeron que llegarían “mañana”.
—Señorita —le dije—, estamos en el lugar idóneo para creer en milagros, pero hasta que lleguen, no tengo ropa. No cae del cielo como el mán (maná), ¿qué solución me dan?
Me ofrecen 200 dólares… en Israel, eso apenas cubre una camiseta y unos pantalones.
Llego a casa tras una hora de viaje. Me espera Marisol, mi compañera de piso: una judía argentina que lleva casi dos décadas en Israel y que pronto se convertiría en mi ángel de la guarda. Me acompaño en todos los trámites, al punto de pedirse un día libre para acompañarme al banco y a la compañía de telefonía.
La burocracia israelí es una coreografía de absurdos: el banco no te abre una cuenta sin un móvil israelí, pero la compañía no te da una línea si no tienes una cuenta en el banco. Bienvenidos a la Start Up Nation, también conocida como la Silicon Valley del Oriente Medio.
Mi primer día en Jerusalén se resume en discutir con un banco donde aún no tengo dinero, intentar comunicarme con una telefónica que no puede llamarme, y comprar ropa para sobrevivir los próximos días. La visita al Kotel, bien entrada la noche, no faltó. Saber que ahora puedo acudir no como turista sino como vecino es un regalo que no se puede describir.
El día siguiente, último del calendario gregoriano, lo dediqué a más trámites y a seguir esperando mis maletas. Sabía que no llegarían aún, pero uno nunca deja de esperar.
Ese día me convertí oficialmente en ciudadano de Jerusalén, capital espiritual del pueblo judío y capital física del Estado restablecido de Israel.
Cuatro mil años de historia que ahora incluyen también el nombre de David Díaz Yabo.
Y por eso digo que la esperanza no se pierde jamás.